Opinión | A pie de isla

Hogueras en la noche

Contaba con veinte años (¿se puede ser tan joven y no morir de gozo?) la primera vez que pisé suelo pitiuso. Aunque lo que se dice pisarlo, lo cierto es que lo pisé bien poco.

Las mañanas las pasaba nadando, amasado de mar y de azules; las tardes sobre el sillín de una desvencijada bicicleta arriba y abajo por caminos forrados de piedra a los lados; y las noches, ¡ay las noches!, haciendo como que conciliaba el sueño embutido en un saco de dormir sobre la despiadada azotea de una antigua torre de vigía en Formentera que me azotaba la espalda con sus angulosas piedras. De testigos: las estrellas, la guitarra −que me seguía como un perro− y mis sueños, intactos todavía, casi tanto como los de las propias Pitiusas. Corrían los años setenta, casi más por mis venas que en el calendario, que, por entonces, me importaba un pepino.

Apenas dos semanas fuera de casa y mi madre tocaba ya impaciente la corneta desde lo alto del Miguelete para que me volviera inmediatamente a Valencia. Ahí mi ciudad, frente a su golfo, desembocándole de todo menos sus calles y su Turia, que se guardaba para sus hortalizas.

Como el barco de regreso no zarpaba hasta primera hora de la mañana, no me quedó otra que pasar la noche en las inmediaciones del puerto de Ibiza. Pero no me alcanzaba el dinero ni para un mísero hostal. Poco más que para un bocata de jamón y un refresco. Así que decidí pasar la noche al raso en la playa de Talamanca.

A pesar de ser finales de junio, en mi vida he pasado más frío. Mi ‘ropa de cama’ playera se limitaba a un fino jersey y una toalla de baño, siempre húmeda. El relente de la noche, potenciado en extremo por el mar, me caló hasta los huesos. Y eso que me forré el tórax con las páginas de un ejemplar de Diario de Ibiza que pillé en la barra del bar donde cené. Así fue como conocí este periódico. Todo un flechazo. A día de hoy, aunque de otra manera, sigo ‘cubriéndome’ con él. Escribir en sus páginas me consuela de otro temblor más profundo que a veces me alcanza hasta los mismos tuétanos de la mente, el del miedo a envejecer.

En lo poco que dormité aquella noche recuerdo haber soñado con un enigmático y reconfortante fuego que ardía en la playa en mitad de la oscuridad. Justamente como el de hace pocos días en cada una de las hogueras de San Juan. Qué aliviado me habría sentido en Talamanca si uno solo de esos fuegos hubiese acudido entonces en mi auxilio. Habría saciado mi necesidad de calor con la misma plenitud que logra el pan con el hambre.

Pocas costumbres hay tan inmemoriales y simbólicas como esta de las hogueras de San Juan con las que se celebra el inicio del verano, un rito tan propio de Ibiza como de muchos otros lugares de las costas mediterráneas.

En su obra ‘Las Antiguas Pitiusas’, publicada en 1869, el archiduque Luis Salvador de Austria nos dice que la festividad de San Juan «la celebran todos los habitantes de la isla en sus respectivas poblaciones, y en su víspera es costumbre encender grandes fogatas, tanto en la ciudad como en los pueblos».

A su vez, Víctor Navarro, escritor y registrador de la propiedad en Ibiza durante unos pocos años, en ‘Costumbres en las Pithiusas’, redactado en 1901, nos cuenta: «Las festividades de San Juan y de San Pedro se distinguen por el disparo de cohetes y petardos, y la formación de numerosas hogueras que se encienden al anochecer. La afición de los cohetes anticipa la expansión pírica desde principios de junio, pero en el día del Santo adquiere proporciones de fuego graneado, y hasta de bombardeo. La costumbre de las hogueras la tienen también muchos pueblos de la provincia de Valencia».

Vale la pena ese día contemplar el interminable reguero de fuegos en las playas. Tanto es el calor que diríase que la arena acabará por cocerse y convertirse en cerámica.

Cae la noche y de pronto comienza la resurrección de la luz frente al mar. Los jóvenes parecen haber desenterrado el sol de la arena y devolverlo a la vida con solo prender unos hatos de leña. Todo un milagro. Portento también por concurrir en un mismo escenario los cuatro elementos de la naturaleza en los que tanto los egipcios como los griegos presocráticos en la Antigüedad basaban el origen del universo y la vida: fuego, tierra, agua y aire. Pura cosmogonía. Y no menos maravilloso, por prosaico, el hecho también de poder arrimar, además, unas suculentas sardinas a las brasas.

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