Opinión | A pie de isla

La aurora boreal iluminó Ibiza

Cerca de la medianoche del viernes pasado, en su cuadrante norte el cielo ibicenco se tornó luminiscente, de color rosáceo primero, luego púrpura. ¿El amanecer se adelantaba a su hora, quizás enloquecido, tal vez sonámbulo? ¿O es que un sol zombi a lo Lázaro, que no Lorenzo, renacía de su reciente ocaso en el horizonte? ¿O más bien porque algún ángel trompetero había tomado una copa de más en Ushuaïa y se precipitaba llamando a la resurrección de los muertos?

El caso es que los que miraban a lo alto ese día no acertaban a explicar el fenómeno, cuya naturaleza parecía más de índole onírica que de otra clase. Solo veían, atónitos, que la negrura sublunar de la noche se licuaba en púrpuras fosforescentes de diferentes tonos, a cuál más compatible con los mundos de Isaac Asimov. Qué extraña mutación; el aire parecía impostado de atmósferas marcianas, como en un sueño envuelto en éteres primigenios anteriores a los primeros canturreos, ronquidos y estertores de la vida (o sea mi cuñado mismo cuando cocina, duerme y sube escaleras).

Sí; la mayoría ignoraba la razón de la efeméride del cielo salvo el fotógrafo ibicenco Santi Tur. Con una sola mirada a ojo desnudo supo enseguida, sagaz, que se trataba de la aurora boreal. ¡A él se lo iban a contar! Él, que es todo un cazador profesional de las mismas, pues lleva once años persiguiéndolas y echándoles el lazo con su cámara a lomos de glaciares por el norte de Islandia.

No olvidemos que, junto a los de Laponia, han sido tradicionalmente los cielos de aquel país con los que los españoles que nunca habían observado tales espectáculos de la magnetosfera han perdido su ‘virginidad visual’ al contemplar al fin sus hipnóticas luces.

Yo mismo, sin ir más lejos, visité ese lejano septentrión hace años con semejante propósito dispuesto a perder dicha ‘virginidad’ con tan enigmática demostración óptica de las alturas. Pero como arrastraba desde niño una miopía de campeonato, al poco de llegar a Islandia me coincidió la desgracia de sobrevenirme un desprendimiento de humor vítreo en un ojo (típico de miopes) de tal envergadura que me tuvo viendo enjambres de ‘moscas volantes’ (miodesopsias) del calibre de un moscardón patrio. Así que no estaba yo de humor visual, ni anímico, para filigranas boreales a temperaturas bajo cero. No le hubiera prestado atención ni al mismísimo cometa Halley de haberlo tenido cayéndome a plomo sobre la cabeza.

Pero dejémonos de Islandia y volvamos a nuestro terruño flotante sobre azules que es Ibiza, y a la gran aurora boreal que la sedujo hasta sus cimientos, los mismos sobre los que se levanta Dalt Vila.

Decíamos que Santi Tur fue consciente de la gran oportunidad que le brindaba la noche del viernes. Así que, mirando al norte con pasión de sureño, tomó una magnífica fotografía de la aurora boreal reflejándose en las remansadas aguas de la costa de Santa Agnès; instantánea que publicó el domingo pasado Diario de Ibiza en primicia. Me la juego a que ningún otro periódico español ofreció a sus lectores una muestra gráfica tan elocuente. Tur se había convertido así en el mejor narrador de la aurora protagonista de esta historia, que también pudo observarse, por cierto, en otros muchos lugares de las Baleares y del este peninsular.

Al reflejarse esta en las aguas un buen rato, nuestro mar ibicenco tuvo tiempo de despojarse de su mediterraneidad en la orilla y mostrarse otro en su desnudez. Se nos hizo ártico, luterano, vikingo, norteño impenitente, inuit; un espejo de latitudes extremas aquilatadas de hielo y soledad. ¿Que no hirvieron entonces sus aguas de bacalaos, arenques y caballas? Hasta imaginé que el mar aprisionaba las aladas vocales de su habla entre muros de consonantes bárbaras forjadas con el martillo de Thor.

Seguramente pasarán muchos años hasta que volvamos a contemplar los destellos de otra aurora boreal en la isla. No siempre le viene bien desplazarse tan al sur; acusa tal vez el calor y se le fatiga su pirotecnia silenciosa.

Pero en lo sucesivo permanezcamos atentos a Santi Tur. Lo imagino en lo alto de una de nuestras antiguas atalayas costeras de piedra escudriñando el cielo, ilusionado como un rey mago aguardando su estrella. Cuando tanto sus ojos como el objetivo de su cámara adquieran un metálico fulgor interplanetario es que habrá una aurora boreal en ciernes sobre las Pitiusas. Salgamos entonces de la pecera de nuestras pantallas digitales y miremos al norte sin apartar la vista hasta que no dejemos de oír el latido de la aurora boreal en nuestra respiración. Quién sabe si los inuits tienen razón y sus luces son antorchas que conducen al Paraíso a las almas de los muertos. La verdad es que me aliviaría. Todavía no he aprendido a colocarle una linterna frontal a mi alma.

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