Opinión | A pie de isla

Caídas tontas por una foto

No siempre necesito permanecer a pie de isla (título de mi columna) para dar con el tema adecuado y salir quincenalmente a escena en la sección de opinión. Me basta a veces con leer Diario de Ibiza en mi casa cada mañana. Eso sí, acompañado de un buen café degustado a pequeños sorbos mientras me sumerjo en sus páginas.

No hay mejor ritual que acompase la lectura de la prensa en general que ese milenario brebaje. Será porque la letra impresa y el café comparten el mismo poso de negror y se requiere en ambos de una pizca caritativa de azúcar. En el café, para atenuar su intenso sabor amargo; en los periódicos, para hacer más digerible su crónica diaria de malas noticias. Una crónica que no obedece a pesimismo alguno de los periodistas en cuestión, dicho sea de paso, sino a la atávica obstinación del ser humano en repetir neciamente los mismos errores cada amanecer.

Aunque me pueda hallar a menudo lejos de la isla, digamos que con Diario de Ibiza vengo a estar sondado a esta las 24 horas del día. No hay cosa que acontezca por estos lares isleños de azules y salitres adictivos que se le escape al rotativo, de los matutinos el más antiguo de Baleares.

Los sucesos extraordinarios no tienen donde esconderse en las Pitiusas; siempre hay cerca algún afanoso periodista de la casa que los convierte en noticia. Pasa aquí como con los incendios, que al menor conato ya han sido localizados y definidos.

De cuantas noticias he leído últimamente en dicho diario, quiero hacerme hoy eco de lo acaecido a un turista australiano que paseaba de noche por el puerto de Ibiza hace días. Tan enlatado iba el hombre en su móvil disparando fotos a diestro y siniestro que, en un descuido, perdió el equilibrio y cayó al agua. Por unos segundos eternos debió sentir que una total oscuridad líquida anegaba sus ojos, pues la negrura genuina de la noche reina más en las profundidades del mar que en el cielo.

Menos mal que el accidentado pudo salir por su propio pie, aunque tuvo que ser trasladado a un centro hospitalario con heridas leves; una de ellas la del orgullo, seguro.

Precipitarnos al mar desde un muelle figura siempre entre una de nuestras peores pesadillas al deambular por un puerto. No sé bien si por miedo al ridículo o al intempestivo chapuzón en sí (de noche y con el agua helada, ni te cuento).

Fotografiar mientras se camina entraña un peligro nada desdeñable. Sobre todo si el recorrido está lleno de obstáculos, o hay coches circulando de por medio. Y no digamos patinetes, que son, por cierto, artilugios inventados por algún peatón renegado que prefirió martirizar a sus antiguos camaradas de acera antes que jugarse la vida en moto con los coches.

Ambicionando siempre atribuirnos la autoría de una buena foto, descuidamos nuestra atención y nos atolondramos hasta el extremo de volvernos torpes de movimientos, como si nos echáramos un montón de años encima.

Mientras enfocamos con el móvil o la cámara pensamos que los peligros que nos rodean quedan en suspenso, en consonancia ilusoria con el sueño de lograr detener el tiempo, justo en ese delirio nuestro en captar una imagen en que la belleza o la anécdota sean pilladas infraganti para congelarla en una milésima de segundo y elevarla a la eternidad. Nos creemos entonces meros espectadores cómodamente sentados frente a las pantallas de cristal líquido, como si la vida se desarrollara en soporte digital, cuando la verdad es que seguimos estando en rabioso directo sobre el escenario de la física, expuestos a todas sus inexorables leyes, siendo la de la gravedad la más cruel, según certifican luego los traumatólogos cuando acudimos a sus clínicas, si nos caemos haciendo la foto. O los médicos forenses, ¡ay!, si ingresamos ya cadáver. Amén. Y si no que se lo digan a los cientos de influencers fallecidos los últimos años por alardear ante sus seguidores con selfis en posiciones o situaciones harto arriesgadas.

No es el caso del australiano que cayó al mar. Seguro que no fue por ninguna imprudencia temeraria, como la de aquellos. Lo suyo fue más bien la típica caída estúpida de cuando se camina distraído pendiente de fotografiar y no de mirar el suelo como toca. Sin embargo, a veces los accidentes que más nos duelen son los tontos.

Yo mismo tuve uno parecido al de nuestro protagonista. Haciendo también fotos fui a saltar de una roca a otra en un río caudaloso y resbalé. Supe entonces lo gélido que puede llegar a estar un curso de agua en las montañas de Guadalajara en invierno. Y lo peor no fue eso, sino el torbellino de risotadas de todo un nutrido grupo de excursionistas que en ese preciso instante prestaban atención al cauce. Se me clavaron sus risas como agujas de hielo. A su lado, el agua me pareció termal. Las oí mucho más altas que los improperios que me grité a mí mismo en mi interior, aún más mojado que mi propia piel. n

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