Opinión | A pie de isla

Las playas, criaderos de melanomas

El futuro se siembra en el presente. La mayoría de las veces con total inconsciencia. Para descifrarlo no hay bola de cristal que valga. Como posibilidad adivinatoria a lo sumo contamos con nuestras propias acciones, que acarrean sin duda todo tipo de consecuencias en un plazo más o menos inmediato. O lejano. A dichas consecuencias las llamamos futuro.

En este caso, habida cuenta del tema del artículo, las acciones de las que hablo guardan relación directa con el sol. Asomémonos a partir de estas fechas a las playas de Ibiza y sabremos por qué, atiborradas ya como están de adoradores del sol, a quien le entregan en sacrificio su cuerpo sobre el altar de una hamaca o una toalla.

Pásate horas enteras como ellos tumbado en la arena injertándote el sol en cada poro verano tras verano, y tendrás serias probabilidades de que, con los años, te acabe por crecer todo un melanoma reglamentario en el vasto océano de tu piel en el que viniste a la vida. Y si no es un melanoma, un carcinoma. Y si no es este último, pues entonces un archipiélago de manchas a cuál más poliforme, grande y renegrida. O quién sabe si todo a la vez para acoquinar a tu sufrido dermatólogo. Es el precio a pagar por estar ahí insolándote masivamente a lo tonto a fin de lucirte luego más bronceado que nadie al sur de Benidorm. Exponerse en exceso al sol es la extraña ruta que escogen muchos para alcanzar su ideal de belleza.

De todos modos, con melanoma o sin él, un día terminarás por verte la piel ante el espejo prematuramente envejecida, con una de esas epidermis craqueladas y secas, ideal para bota de vino o membrana de tambor africano. O sea pellejo de pura momia precolombina de los Andes, esas sí que permanecen bronceadas a perpetuidad sin necesidad de cremas de refuerzo.

Y es que hay amores, de vasallaje incluido, que consumen a golpe de fogonazos. Ninguno como el de nuestro querido astro rey, que te habrá estado incubando el melanoma y todo lo demás a tu nombre, con paciencia, pasito a pasito desde sus cielos estivales. Cierto. Pero el mérito será tuyo, pues únicamente tú −y de testigo la toalla playera, que todo lo ve de su amo− lo habrás abonado con tu sola estupidez, que en bañador o en pelotas aún parece más supina.

«Ne quid nimis» (nada en exceso), reza la famosa locución latina. Ahí estriba el quid de la cuestión. Un poco de sol, además de placentero, resulta de mucho provecho para nuestra salud, tanto para el cuerpo como para la mente, tan escorada siempre de lunas melancólicas después del invierno.

¿Pero cuándo decir basta y cubrirse el cuerpo de ropa o de sombra? Muy fácil, nuestro organismo nos avisa justo al notar que los rayos de sol parecen derretirse gota a gota sobre nuestra piel, abrasándola; una sensación de sofoco inconfundible, imposible equivocarse, la misma cosa que experimentó el pobre San Lorenzo cuando lo asaron vivo en una parrilla.

Pero ignoramos la advertencia en aras de lograr una meta meramente social, de naturaleza estética. Seguiremos, pues, ahí tendidos como si nada, sin voluntad, cociéndonos a fuego lento, toda una autolesión ígnea que nos infligimos a nosotros mismos; un quemarse a lo bonzo pero por etapas, a largo plazo.

Es curioso que dos de los cánceres de mayor incidencia en la población, el de pulmón y el de piel, se deban a conductas irresponsables de los propios individuos. Ambos males tienen que ver con la combustión. El primero con la del tabaco y el segundo con la del sol.

Deberíamos aprender de nuestros animales domésticos. Su conducta sí que guarda consonancia con su instinto. Ellos nos marcan el camino, nos advierten del peligro en no pocas ocasiones. De la misma manera que un perro gira la cabeza si le echas el humo de un cigarrillo a bocajarro, también huye del sol de la playa cuando descansa; se echará siempre sobre la primera sombra que vea, la hará suya y la defenderá a muerte. Exhiben así tanto instinto como sentido común nos falta a nosotros.

En consecuencia, si no moderamos nuestra exposición al sol acabaremos como un hermano mío ya mayor que, además de haber pasado por el peligroso trance de un melanoma, debe someterse a menudo a sesiones de crioterapia en las que tratar sus numerosas manchas oscuras en la piel (hiperpigmentación).

Aunque dicha técnica consiste en la aplicación de nitrógeno líquido sobre la lesión, el efecto es como si te fueran quemando a trocitos; de hecho, flota en el ambiente un olor a sofrito humano que haría las delicias de un gourmet antropófago.

Y tanto me lo ‘queman’ al pobre cada vez, que al volver chamuscado de la consulta de su dermatólogo me dice con suma flema que así, entre quemadura y quemadura a modo de pequeños ensayos, se va poco a poco acostumbrando a lo que luego será su incineración definitiva cuando le toque el aciago día de estar ya de cuerpo presente.

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