Opinión | Tribuna

El aguante de los taxistas

Me asombra el estoicismo que están demostrando los taxistas de Ibiza ante las constantes provocaciones y la flagrante competencia desleal que afecta a diario a su sector y que tiene lugar ante sus propias narices. Visto lo visto, resulta insólito que aún no se haya producido una batalla campal entre su colectivo y el de los piratas que tienen tomado el aeropuerto, o con los recientemente desembarcados conductores de Uber, que se saltan a la torera las normas que condicionan su sistema de trabajo y que supuestamente deberían diferenciarles del taxi.

Probablemente hayan visto ese vídeo grabado por un taxista a primeros de mes, mientras aguardaba su turno para recoger clientes en el aeropuerto. En él puede verse a un pirata muy corpulento, ofreciendo sus servicios de transporte ilegal a unas turistas que guardan cola en la terminal, a sólo dos palmos de este conductor con licencia. Esta situación, según ha denunciado reiteradamente el colectivo del taxi, es el pan nuestro de cada día.

El sujeto, al ver que lo están grabando, lanza al taxista toda clase de improperios, mentando insistentemente a su madre, y le recrimina estar realizando una grabación “ilegal”, amenazándole y llegando a argumentar que la ilegalidad del taxista por encender la cámara es mucho más grave que la suya por robarle a los clientes. La situación, en resumen, supone rizar el rizo de la impunidad, además de una exhibición de caradura y matonismo que suscribe la tesis antes mencionada de que, si en Ibiza este conflicto no acaba en una algarabía tumultuaria con heridos de por medio, será de puro milagro.

Todo esto ocurrió, lógicamente, ante la mirada aterrada de los viajeros recién llegados, que en lugar de llevarse la impresión de haber aterrizado en una isla paradisíaca de establecimientos de lujo y hacerse la foto de rigor con las cerezas, debieron pensar que habían acabado en un barrio lumpen plagado de macarras de cualquier extrarradio urbano.

Igual también han contemplado esa otra grabación, igualmente reciente, en la que puede verse a una furgoneta negra de Uber cargando clientes en una parada de taxis de la Avinguda 8 d’Agost, en Ibiza ciudad. Con un rostro igual de pétreo, dicho conductor estaciona, invita a los turistas a que suban y prosigue el servicio recién iniciado, ante la estupefacción del taxista que pasaba por allí y se detuvo a registrar la escena.

Uber, que comenzó a ofrecer sus servicios en Ibiza a finales del año pasado, después de haber creado un rosario de problemas en Mallorca desde que la compañía americana inició su actividad el verano pasado, llegó anunciando precios muy competitivos, descuentos y tarifas inferiores al taxi tradicional, que beneficiarían sobremanera a los clientes. La realidad, sin embargo, es que estos vehículos están aplicando unas tarifas que triplican y cuadruplican los precios de los taxis regulares. Un ejemplo claro se produce en los momentos de más demanda, cuando un viaje del aeropuerto a la zona de Cala de Bou, por poner un ejemplo, cuesta unos 25 o 30 euros con un taxi normal, mientras que Uber propone al usuario un importe que oscila entre 90 y 150 euros, según el tipo de vehículo escogido.

Como en tantos otros sectores ibicencos, en el del transporte de pasajeros impera una mezcla de libre mercado y anarquía, donde convive el mercado legal con el ilegal de una forma absolutamente descarada, más característica de una isla bananera que de un archipiélago europeo, con leyes, orden y concierto. Una cosa es que se otorgue cierta libertad de tarifas y otra que, aprovechando la costumbre de los turistas de coger vehículos de esta compañía porque en sus ciudades ofrecen un buen servicio a un coste muy razonable, aquí se suban a la parra y directamente les estafen.

Estamos hartos de ver desde hace años cómo en algunas playas, que tienen el acceso restringido salvo para los vehículos de transporte público, a los taxis pirata se les permite circular como Pedro por su casa para recoger clientes, y cómo en determinados clubes de playa, restaurantes, etcétera se tiene la costumbre de llamar a las furgonetas negras ilegales, cada vez que un cliente en retirada solicita un trayecto, sin que tenga consecuencias.

A pesar de los esfuerzos que realizan las administraciones, con inspectores, controles de policía local, etcétera, la situación del transporte automovilístico en la isla está cada vez peor. La tipología de individuo que se suma al colectivo de conductores ilegales, además, parece como salido de un casting de hampones para una película de gánsteres. Chóferes sin título ni conocimientos para ejercer como tales que, además de a trajinar clientes a todo trapo, saltándose por norma las velocidades máximas establecidas en las carreteras y otras leyes de circulación, se dedican a trapichear con drogas. El extremo al que hemos llegado es surrealista. Lo dicho: cualquier día pasará algo serio.

Suscríbete para seguir leyendo