Opinión | Una ibicenca fuera de ibiza

Y alto

Entré al sitio de manicuras y con todos los puestos ocupados, una de las chinas que lo atiende me miró levantado una ceja a modo de pregunta. Le respondí en el mismo idioma enseñándole ambas manos y me hizo un gesto de que me sentara por ahí. Fin. Y añadiría que sobraban las palabras y ahí me hallaba, como el resto de personas que esperaban turno y las que estaban ya con manos y pies metidos bajo el violeta de las lámparas led, dispuesta a entregarme a la introspección. Pero no. Una clienta hablaba por el móvil, con los pies en remojo pero a viva voz. Nada del tipo “No, ahora no estoy en casa, vuelvo en media hora” o “Ahora no puedo hablar, te llamo al salir”. Qué va.

Hay muchísima más información en la gente que habla como si los demás no existiéramos que los datos que revelan y escuchamos porque, oh, sorpresa… existimos. Una vez me encontraba en un Zara en el intento de uparme unos vaqueros, empecinada en cómo no va a ser mi talla si es la de toda la vida, cuando en otro probador una mujer hablaba bastante alterada. Quiero decir, mentía. Decía a quien estuviera al otro lado que por supuesto que no iban a encontrar los contratos, porque imagínate lo que pasaría si encontraban los contratos, pero que estuviera tranquilo porque ella estaba ahora mismo en el despacho encargándose de que eso no sucediera. De no estar atascada en ese punto negro entre las rodillas y los muslos, salgo por piernas para ponerle cara además de voz. Hay primaveras que duran menos que lo que necesité yo en salir de aquellos vaqueros y ahora no sé si esa mujer será alguna de las muchas presuntas que vemos en televisión.

Pero el del mullido sillón de pedicuras no era el enésimo caso de tropelías y prevaricación, sino de los muy muy escasos asuntos de amor. Esta mujer no hablaba al tope de sus decibelios eclipsando las campanitas del hilo musical porque el resto de la humanidad le pareciéramos meros figurantes, sino porque lo de que el amor es ciego no va solamente de que no ves los defectos a tu churri, sino porque lo ves a él, a ÉL, y a nadie más.

Se hallaba la mujer de la pedicura con esmalte permanente en color rosa chicle en esa fase en que el entusiasmo y la pasión no caben dentro, y hay que contarlo. Ahora. Ya. Así, la docena de personas del lugar pudimos enterarnos de que había conocido anoche a un tipo, guapo, pero guapo guapo. Que ninguna de las fotos que había rastreado ya en su Instagram —y ya le había pasado a la amiga— le hacían justicia. “Soltero”, pero nivel pleonasmo, de los que “nunca ha estado casado.” “¡Y alto!”. ¡Paren las rotativas! Ahí yo también solté el Twitter en paralelo en mi móvil para entregarle toda mi atención y hablo en nombre de todas las de mi quinta que pasamos el metro setenta y que sabemos que guapo, alto y soltero es un animal mitológico como el artículo 47 de la Constitución. Pero al parecer existen. Ella conoció uno de estos especímenes en una fiesta y tras pasar la noche juntos —¡qué noche! ¡Qué noche!—, el tipo parecía ir en serio porque habían ido a tomar un café que debe ser el non plus ultra de las buenas intenciones. Un café en el que habían hablado “cuarenta minutos. O treinta. Bueno, veinte”. Pero ya cantaba Gardel que veinte años no es nada y Einstein que el tiempo es relativo y depende de la perspectiva de los observadores. Por ejemplo, esos veinte minutos de café postpolvo estaban dando para cuarenta de pedicura que probablemente tampoco le parecieron igual de largos a la observadora que da el masaje de pies que a quien lo recibe.

Pero sí habían dado de sí los minutos de café para que ella le preguntara “qué intenciones tiene, que si busca una relación o…”, ¡no porque ella esté “desesperada” o se “haya colgado que ya me conoces”! Pero el alto, guapo y perenne soltero reactivado con la cafeína la cortó con un que estaba yendo demasiado deprisa. “Pero no en plan mal”. Aunque ya sabemos que uno de los efectos más evidentes cuando en el enamoramiento se segrega dopamina en el hipotálamo es que te vuelves gilipollas y no pillas ni un “en plan”.

Pero ojo, que aunque supusiera la pérdida de un soltero guapo y alto del mercado, ¡yo quería que esta historia acabara bien! Con la misma fuerza con la que quería entrar en una 36 y que la mujer del probador acabe con su vestido de Zara declarando en un juzgado. Porque hay pequeños pasos para el hombre —o mujer— que son grandes saltos para la humanidad.

Por eso estaba ahí, enganchadísma, cuando esta mujer vio la hora y le dijo a la china que estaba a sus pies que no le daba tiempo a hacerse la manicura, que tenía una comida y volvía después. Por supuesto con la amiga al teléfono que le preguntó, ilusionada —como yo—, si se iba a comer con él y contestó que no, que “con el otro”. Debió preguntar entonces qué tal con el otro y le cayeron el entusiasmo y decibelios a registros mínimos cuando salió del sitio de manicuras diciendo: “Bien, bien, estamos bien. Me ha invitado a comer. Hoy hacemos un año”.

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