Opinión | para empezar

Ibiza, la isla de la distopía

Tiendas de campaña grandes, pequeñas, medianas. Algunas más nuevas, otras viejas y rajadas. Colocadas en grupos o aisladas buscando una mínima intimidad. Ropa tendida en cuerdas en los árboles, en desvencijados tendederos de plástico. Palés de madera amontonados, palés de madera o plástico convertidos en paredes o suelos de infraviviendas. Un balón nuevo de colores. Voces de niños. La sombra de una mujer subsahariana adecentando un chamizo. Un hombre y una mujer mayores cenan en una mesa y hamacas de camping. Un hombre acarrea garrafas de agua y una bolsa con víveres de un supermercado cercano. Otro, sudamericano, sentado en una silla junto a su tienda, detrás de una sombrilla con la que ha conseguido un espacio apartado de las miradas, canta en voz muy alta una canción melódica que suena en su móvil. Los campos de la zona de Can Burgos, en las afueras de Sant Jordi, albergan un poblado chabolista por segundo verano. Lonas, plásticos, estacas, cuerdas sujetas a los árboles conforman el habitáculo de alguien que dormirá esta noche en ese colchón sucio colocado en el suelo. Una nevera de camping junto a una tienda y, encima, una ensaladera de metal y un táper de plástico limpios, pulcramente colocados, listos para cuando haya que preparar la comida. Hombres de aspecto saharaui, vestidos algunos con túnicas largas. Se saludan afables cuando se encuentran por este campamento en el que el calor cae a plomo sobre techos que son telas, lonas y plásticos. Imposible contar las infraviviendas de este campamento. Más de cincuenta, seguro. Un centenar, es posible. Una furgoneta grande sin ruedas, destrozada, y con un plástico negro que tapa el agujero donde antes hubo una puerta corredera. Pero el techo aguanta, por lo que quizás sea más confortable frente al sol y la lluvia que otras madrigueras, ha pensado alguien que ha metido dentro su colchón. Dos jóvenes magrebíes cargan sus móviles en una cabina de teléfonos cercana. Y basura desperdigada por el campo, la basura inevitable de cualquier asentamiento humano. Porque vivir, hay que vivir.

A pocos kilómetros, en el horizonte se levantan los hoteles para ricos de Platja d’en Bossa y se extiende el mar por el que navegan los yates más caros del mundo. Ibiza ha pasado de ser el paraíso a una distopía donde el lujo más obsceno convive en pocos metros con la pobreza más absoluta.

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