Opinión | Una ibicenca fuera de Ibiza

Quien encontró el amor

De vez en cuando me enamoro del personaje de una película o de un libro. Y sigo ahí leyendo, kamikaze, a sabiendas que cuando termine te quedas un poco huérfano. Otras veces, por ejemplo, me enamoro en un concierto. No del cantante —¡por favor, qué estrés!—, sino de alguien cualquiera entre el público, que en lugar de enamorarse de mí —aunque sea por solidaridad—, lo ama a él. No pasa nada. Me conformo con elucubrar durante un par de horas cómo debe ser que alguien te mire como ellos lo miran. Qué se debe sentir cuando alguien canta contigo todas y cada una de tus canciones.

La última vez fue el otro día en Zaragoza, en la Romareda. Era Bunbury el que jugaba en casa diecisiete años después. Y de quien iba a enamorarme no sabría decir el nombre o dónde vive. A qué se dedicará cuando no canta a gritos ‘Entre dos tierras’, pero sí el número de grada y el de su asiento. Me conviene dejar estas cosas por escrito no sea que en mi lecho de muerte la cabeza se dedique a rememorar solamente las cosas importantes y empiece a enumerar un compendio de cifras y letras. Que los santos de mis hijos no piensen ni por un instante que se trata de las coordenadas donde tengo enterrada una lata de Cola Cao con dinero negro, sino de aquellas viejas butacas de estadios y garitos en los que alguna vez fui feliz. Cielos en los que el amor te rodea casi casi como si te perteneciera.

Alguien se enamoraría en esa misma grada en el concierto de Michael Jackson en 1996, seguro. Y en el que fuera la despedida como banda de Dire Straits en 1991. En los de Sting, Metallica o Tina Turner. Porque a saber cuánto hay de verdad en lo de que “el amor está en el aire” —yo no lo percibo en la atmósfera que se respira en el Congreso—, pero en los conciertos sí, sí, vaya que sí. Como en las vacaciones de verano, en los viajes largos con la emoción invadiéndote la boca del estómago al alcanzar una cima o bucear en Cala Varques por primera vez.

Este tipo de amoríos de los mochileros con las ganas agitadas y que duran poco más que sus aventuras los llamaban en California ‘mal de la montaña’, y afecta tanto o más que la hipoxia a los jóvenes trotamundos que se cruzan recorriendo Yosemite o la Avenida de los gigantes en los californianos bosques de secuoyas. Síntomas que, en el ejemplo de los conciertos, se mostrarían como cantar a gritos pero en perfecta sincronía el estribillo de esa canción, y al descubrir en sus ojos tu mismo brillo, ver brotar la ilusión de que los acordes bien se podrían extender a toda la vida. ¡Y no es que sea mentira! No, por Dios, es que hay grandes amores que duran un momento.

Lo sé, solo por citar un ejemplo reciente, no porque me enamorara yo de un perfecto desconocido en el sector 105 de tribuna preferente, sino porque todas mis amigas allí presentes... se enamoraron exactamente del mismo. Cada una con sus motivos. Todos justificados, por supuesto. Porque hasta puede, quizá, que fuera el más guapo de toda la grada oeste. Puede que cantar tan juntos a alguna la devolviera a esos otros amores que forman la banda sonora de su vida, que es lo mismo que reconciliarte con los amores que te dolieron. En mi caso, por motivos que tienen mucho que ver aunque no se parezcan en nada. Fue al verlo llegar con una niña pequeña al concierto. Verle cantarle, mirarla, tomarla de la mano y bailar con ella; subirle el cuello de la chaqueta o alisarle el pelo detrás de una oreja. Ver con qué risa lo miraba ella convencida de que no existe un padre más divertido en el mundo. Y yo hipnotizada, kamikaze, alternando lo que sucedía en el escenario allá a lo lejos y la maravilla de la vida a medio metro, deseando que una vez, al menos una, mi padre me hubiera llevado a algún sitio. Cómo sería haber bailado los dos juntos o que me hubiera preguntado qué canción me gusta, qué quiero ser de mayor, cómo me encuentro. Y podía imaginarme a esa niña preciosa cuando crezca y una vieja canción en una radio la devuelva a la Romareda. Cuando sea ella la de cantar a gritos en un concierto, será inevitable enamorarse, perdidamente, para salvarse, aunque sea lo que dura un concierto.

Porque creo que esos amores poco tienen que ver con el personaje, el cantante o el guapo de una grada y mucho contigo. Y si te alcanzan de una manera certera es porque estás ahí dispuesto a ser feliz que es lo mismo que quedarse expuesto. Vulnerable. Y puede que no duren, pero no importa, porque la función última de estos efímeros amores no es perdurar, sino rellenar agujeros.

Hice lo que acostumbro. La misma estrategia cruzando bosques de secuoyas que surcando el Ebro: escribir a mis hijos. Decirles que ojalá estuvieran aquí, que son preciosos, que estoy muy pero que muy orgullosa de ellos... que los quiero. Y ya volver con mis amigas, las más guapas de la grada, por cierto.

“Porque sabemos agradecer a pesar de lo vivido

Porque de todo comienza a ser ya mucho tiempo

Porque quien encontró el amor no lo buscaba tanto”.

Enrique Bunbury.

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