Opinión | Tribuna
Anna Grau
Menos Assange y más Lobo
Andamos todos alborotados con las peripecias de Julian Assange, personaje al que tanta gente bienintencionada idolatra, y del que yo no me he fiado nunca ni un pelo. Me fiaría más si sus ‘hackeos’ fueran más universales, menos de parte (¿para cuándo información desclasificada de Irán o de Hamás, por ejemplo?) y, sobre todo, si no pretendiera pasar por periodista sin serlo. El señor Assange, en el mejor de los casos, llega a fuente de información que los periodistas de verdad tienen que comprobar, contextualizar y hasta humanizar cuidadosamente.
Mi idea del periodismo de verdad es otra. Se parece a más lo que hacía Ramón Lobo, desaparecido en combate contra su propia muerte pronto va a hacer un año. Su libro póstumo, ‘Pensión Lobo’, seguro que será una lección de vida para mí este verano.
No será la primera ni la única lección que yo le debo a Ramón. Le conocí en Sarajevo. Allá me fui yo sola. En vacaciones (que no de vacaciones). Con el magro presupuesto que me podía permitir como reportera de base del diario Avui. Cubría información de Pujol. Pero una oscura fuerza irresistible me empujó a los Balcanes. Me acredité ante la Unprofor con una carta que le obligué a firmar al entonces director del periódico, Vicenç Villatoro. Él no quería, pero yo le dije: «Mira, mejor me la firmas, porque si me pasa algo, de todos modos, dirán que era una periodista de Avui, o sea, mejor pon de tu parte».
Llegué a Sarajevo en autobús. Tenía veintipocos años, toda la curiosidad del mundo y ni idea de nada. Una colega de las ruedas de prensa de Palau, una que acababa de llegar de Madrid y nos hicimos amigas (ella ya lo era de Ramón), se llevó las manos a la cabeza y me hizo jurar que iría a presentar mis respetos al Gran Lobo y me pegaría a él para librarme de todo mal.
Así fue. Desde que me presenté en el Holiday Inn de Sarajevo y le conté mi plan (aquí estoy porque he venido), me captó con el radar celeste de sus ojos y me puso bajo su protección. Íbamos a todas partes juntos con su chófer y traductor, un musulmán bosnio que hablaba español.
Una noche cenamos en la casa de este hombre, con su mujer, que había preparado un arroz. Se le pasó. Estaba ‘covat’. En un aparte, Ramón hizo un comentario cachondo sobre el tema. Yo le corté dulcemente, pero con firmeza: «Ya sabes que aquí en Sarajevo, el día que no cortan el gas, cortan el agua. Seguro que ella, para no correr riesgos, cocinó esta comida ayer. Por eso se le ha pasado el arroz». Nueva explosión de inteligencia y humanidad en sus ojos. Se bebió mis palabras una por una. Y cuando la anfitriona volvió a la mesa, la hizo sonrojar con su vívida gratitud ante aquella hospitalidad heroica. A los maestros se les reconoce casi más en las pequeñas gestas que en las grandes. Porque, aparte de enseñarte tanto, están siempre dispuestos a aprender. Incluso de una joven novata a la que él, el Gran Lobo, llamaba jocosamente ‘Caperucita’. Descanse en paz. Más que los que aquí quedamos.
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