Opinión

Un oficio solo para hijos de puta

«A la política se viene llorado de casa», le he oído decir a personas públicas que, sin duda, deben ser también unas perfectas psicópatas. Por tanto, si entras en política ya debes estar preparado a que la norma de tu día a día sea la puñalada, el degüello y la cacería sin tomar prisioneros. En mi modesta y mediocre experiencia en gabinetes de comunicación política —modestísima, ya ven, cuatro años que estuve en el Consell— vi a personas que, con toda la buena voluntad del mundo, se habían animado a intentar echar una mano y trabajar en favor de la ciudadanía —cada uno desde sus principios, con los que puedes o no estar de acuerdo— y que cuatro años después eran apenas una sombra de lo que fueron, medicándose por la ansiedad y con la mirada de las cien mil yardas. Y eso que estoy hablando de política insular, que es una broma, un juego de niños comparado con la masacre cotidiana que se vive en Madrid. Visto lo visto, no me extraña que la gente honesta, íntegra y con un mínimo de sensibilidad huya de la política como alma presa por el diablo, y dejen el campo libre a la cuadrilla de sociópatas que tenemos que sufrir. Hemos normalizado la degradación, la ciénaga, el estercolero y, la verdad, es que nos está quedando un país repugnante en el que

vivir.

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