Centenaria

Catalina Costa: cien años sin perder la sonrisa

Catalina Costa Costa cumplió 100 años el sábado 22 de junio. Original de Corona, pero residente de San Antonio desde su juventud, el día de su aniversario recibió un homenaje al que asistieron, además de sus hijos, nietos y bisnietos, representantes del Ayuntamiento de Sant Antoni

Estela Torres Kurylo

Estela Torres Kurylo

Coqueta, amable y muy risueña. Son algunos de los adjetivos que dan a conocer a Catalina Costa Costa. Muchos de los residentes de Sant Antoni la conocerán porque durante aproximadamente treinta años llevó el Hostal Prim, situado en una calle cercana al West. Contaba con unas 17 habitaciones y, cuando entre sus huéspedes alguno caía enfermo, se encargaba de cuidarlo como una madre. Hace dos días, el sábado 22 de junio, su edad alcanzó, nada más y nada menos, que la tercera cifra: los cien años. Para celebrar su cumpleaños, le organizaron un homenaje en un restaurante del municipio y el alcalde portmanyí, Marcos Serra, junto a las concejalas Neus Mateu y Pepita Torres, le hicieron entrega de un ramo de flores y un anillo de oro de joyería tradicional.

Al día siguiente de la celebración, esas flores, y algunas más, ambientan un hogar en el que no hace falta más luz que la que desprende la expresión sonriente de Catalina. El anillo que le regalaron no lo lleva porque le queda algo pequeño, pero sus familiares aseguran que lo cambiarán para que le vaya bien. Ella, burlona, decide que no, no quiere cambiarlo. Su piel lisa como la porcelana revela que no ha sido mucho de tomar el sol y dos de sus tres hijos, Miquel y Cati, presentes en el encuentro, lo confirman. Catalina ha sido muy trabajadora y, a pesar de los años, lo sigue siendo: «Ve una mota de polvo y la tiene que quitar», cuenta su nuera, María Prats Roselló.

Ibiza en 100 años

Antes de tener el hostal, Catalina vivió en Santa Agnès. Nació en Cas Ferrer en 1924 y tenía una hermana tres años mayor. Estudió en una escuela del pueblo y aprendió a leer y a escribir. Ahora, con sus años: «Todavía hace cuentas», detalla su hija. Durante su juventud, Catalina llegó a enseñar a algunas vecinas aunque, entre risas, confiesa que no era muy buena estudiante.

También trabajó en el campo, en la finca que tenían sus padres. Durante la Guerra Civil, recuerda que en Ibiza vivieron como gente «aporugada», un término que sus hijos apuntan que ya apenas se utiliza y que hace referencia al temor que se sentía porque «no había comida. No había nada. Y la gente lo pasó muy mal», comenta, pausadamente, Catalina. En esos tiempos, quienes trabajaban el campo hacían intercambios con la gente que vivía en Vila. Catalina recuerda que una mañana bajó en carro con su padre y llevaban dos trozos de pan, que ellos podían hacer porque tenían trigo: «Nos apañábamos mejor que los de Vila», afirma. Entonces, pararon a comer en un restaurante y sacaron esas rebanadas para ir picando: «Nos pidieron que las escondiéramos bajo la mesa», apunta la centenaria, sobre una petición motivada porque en el establecimiento no disponían de ese alimento para ofrecerlo a los demás. La familia de Catalina tenía aceite y ganado y en ocasiones lo intercambiaban por arroz o fideos, comentan sus hijos.

Catalina, que vestía de payesa, conoció a su marido, Pep. Uno de sus primeros encuentros quedó inmortalizado en una foto que hoy cuelga de la pared de uno de los pasillos de la casa que antaño fue pensión. Al acercarle esa foto a Catalina, sus hijos le preguntan si recuerda quién aparece en ella: «Ya sé quién es», afirma fingiendo cierta ingenuidad, antes de añadir: «El más bueno del mundo. Por desgracia, ahora me falta», afirma, evidenciando un amor duradero más allá de lo carnal.

Cortejos de antaño

Según Cati y Miquel, sus padres se conocieron en una fiesta del pueblo. Pep era de Sant Antoni. En aquellos tiempos: «Los jóvenes siempre tenían que hacer sacrificios por la chica», asegura, entre risas, Catalina. Su hijo conoce un poco más de esos hábitos de cortejo: «Antes competían. Los chicos iban a las casas de las jóvenes y había una hora para cada uno», explica, sobre el tradicional festeig, la forma en la que mujeres y hombres empezaban a conocerse. Catalina recuerda que en su casa no dejaban que los chicos entrasen: «Teníamos que ir a pasear, pero no demasiado lejos», apunta. En cambio, entre sus memorias, Catalina encuentra una divertida confesión: «Yo iba a bailar todos los días, lo dejaba todo para irme a bailar», asegura, estimulando la risa entre quienes la rodean.

Entre las fotos que decoran el hogar de Catalina, también se encuentra la del día de su boda en Santa Agnès, cuando ella tendría unos 22 o 23 años. Catalina y Pep se casaron de luto, porque hacía poco que había fallecido la abuela de él: «Entonces se llevaba durante tres o cuatro años», estima Miquel.

A sus 25 años, Catalina tuvo a su primer y hijo, y entre cada uno de ellos se llevan tres años: «Hasta que consiguieron a la niña», asegura María, sobre otro de los que podría considerarse hábito de antaño. Además, el nombre de Cati también fue elegido «por costumbre», afirma Catalina. No porque ella se llamase así, sino por su suegra: «La primera hija se llamaba como la abuela», asegura María.

«Tengo tres hijos que son buenos de cuidar, no me hacen gritar mucho», ríe Catalina, aunque confiesa que a la pequeña es a la que más ha vigilado: «A esta hora en este sitio», le exigía. Catalina piensa que aquella era una buena práctica, no ve bien que ahora se pueda salir hasta altas horas de la madrugada, o incluso hasta el día siguiente: «Ahora que una chica muy joven se vaya toda la noche de fiesta... Yo prefiero que salga de día, de noche no me gusta. Que estén en casa, es cosa de chicas...», apunta, evidenciando que «había más control» en aquellos tiempos, como recalcan los familiares.

Cuando Cati tenía unos ocho años, la familia se mudó a un edificio de Sant Antoni en el que se estableció la pensión que Catalina llevó sola. Pep era maestro de obras, por lo que no podía ayudar mucho en las labores del hostal. Las habitaciones que tenían eran para trabajadores y jóvenes de la Península: «Venían del Playboy [la sala de fiestas] y de cafeterías de aquí abajo... Son gente que aún está aquí y confirman que para ellos mamá era como su segunda madre», señala Cati. La hija pequeña menciona que en esos momentos, donde ahora está el edificio, cerca del West, «eran las afueras del pueblo y las calles no estaban asfaltadas. Íbamos siempre con las rodillas raspadas».

Una vida laboriosa

A medida que los hijos de Catalina fueron creciendo, se quedaron con algunas de las habitaciones del hostal, y otras se vendieron. Cuando dejó la pensión, Catalina señala que «cosía un poco» e iba a actividades del club de jubilados de Sant Antoni: «Caminaba mucho y hacía excursiones hasta Cala Gració a pie», cuenta Cati.

Catalina ha salido poco de la isla. Cuando lo ha hecho ha sido por necesidad: «No le hacía falta salir para ser feliz», detalla María. La cumpleañera especifica: «No me gustaba el avión». Recuerda una ocasión en concreto en la que había mucho viento y tembló «como el avión», manifiesta. Dice que vicios no ha tenido ninguno, tal vez el «trabajar un poquito por aquí y un poco por allí». Sus familiares apuntan que ha sido muy buena cocinera y ella añade: «Me gusta hacer todo, pero ahora, desde que tengo un poco de edad, ya no puedo hacer nada... Y estoy más sentada que haciendo cosas. Resulta que cumplí... No sé si lo digo... Los mil años y nadie se lo podía creer. Yo sí que me lo creo», dice coqueta, amable y muy risueña.

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