La iglesia del Puig de Missa está oscura. Y apenas se cabe. La única luz la dan las decenas de móviles que, alzados sobre el mar de cabezas, apuntan al altar. Envuelto en una sábana blanca, muerto, llagado y martirizado, está Jesucristo. Los centenares de personas que se agolpan en el templo aguardan en silencio. Los móviles en alto también. El altar se llena de humo, apenas se ve el retablo. «¡Ha resucitado!». Las palabras resuenan en la iglesia al tiempo que en las pantallas de los móviles se ve a Jesucristo redivivo. Los aplausos ponen fin al vía crucis de Santa Eulària.

Sólo hay echar un vistazo a la piel de Jesús Ángel Ramos Mateos, convertido por unas horas en el hijo de Dios, para darse cuenta de que no todo durante las dos horas que ha durado la representación del calvario ha sido teatro. Tiene el empeine de los pies negros, y eso que ha recorrido los cerca de 800 metros con unas viejas espardenyes. También las manos. Con ellas ha dado en el suelo hasta tres veces. Las tres caídas.

Esas marcas no las tenía dos horas antes cuando, aún sin la corona de espinos rodeándole la cabeza y sin cargar la cruz sobre su hombro izquierdo, sale, serio y consternado, de la peluquería en la que los actores de la banda de cornetas y tambores de Santa Eulària han aguardada que dieran las diez. En ese momento decenas de personas esperan junto al recreado monte de los olivos a que empiece el recorrido de la pasión de Cristo. También aguardan el párroco de Santa Eulària, Vicent Prats Ribas, y el vicario, Marcelo Gabriel Jofré, que es quien se encarga de explicar cada una de las 14 estaciones del vía crucis, las obras de misericordia y las parábolas con las que ilustrarlas. La banda se ha alejado unos metros. Sus sones se escuchan leves, dejan oir las primeras palabras, ésas en las que reprocha a Judas que le entregue «con un beso». Judas le besa. Los romanos le prenden. El verdugo le ata las manos y le coloca la corona de espinos. Más adelante le espera la cruz. Pesa algo más de 35 kilos, detalla Andrés Ramos, director de la banda y padre de Jesús Ángel. Por si esa carga no fuera suficiente, el verdugo le fustiga. Los chasquidos de los latigazos acompañarán a la banda durante todo el camino, como un instrumento más.

El calvario no es sólo para Jesús Ángel. También para los agentes de policía, que no pueden impedir que decenas de asistentes se echen encima de los actores. Todo el mundo quiere una foto. Lo más cerca posible. Cuantas más mejor. Da igual que los agentes y el propio Ramos padre se desgañiten y repitan una y otra vez a la gente que se aparte. Todos hacen oídos sordos y se concentran en sus teléfonos y tabletas. En la calle Pintor Laureà Barrau apenas se distingue a los protagonistas entre la multitud. En esa situación Jofré se lee la cuarta estación, la que habla de los peregrinos. El sol pega fuerte en la cara de Jesús, que entorna los ojos. La cruz se empieza a notar. Cambia el peso de un pie al otro. El verdugo le echa la mano encima, para evitar que se mueva y descargar la tensión. Pero son sólo unos segundos. Enseguida vuelve a vociferar -«¡Camina!»- y a dar latigazos mientras enfilan los primeros metros del Puig de Missa. El reguetón del tono de un móvil rompe el ambiente.

«¿Va subir con la cruz hasta arriba?», pregunta, entre horrorizada y admirada, Tess, norteamericana afincada en Hamburgo que corre a situarse cerca del hombre que se afana con una azada. Es Simón el Cireneo, a quien uno de los centuriones pide que ayude a cargar la cruz. Se niega. «Es un buen hombre», le insiste lanzándole una bolsa llena de monedas que arroja al suelo. Todo en balde porque uno de los romanos se lo lleva por la fuerza y le obliga a coger la base del aspa.

La cárcel y las mascotas

Así, encorvado y compartiendo la carga del calvario asiste al momento en que Verónica limpia la sudada cara de Jesús con un paño en el que queda impresa la Santa Faz. Con más de la mitad del público tomando un atajo para coger posiciones en la plaza de la iglesia la voz de Jofré se escucha en la subida al Puig de Missa. Pide a los fieles que visiten a los presos, y no sólo a los que están entre rejas, sino a los que están presos de la angustia, las ideologías, la situación económica... «El mundo es una inmensa cárcel en la que creemos ser totalmente libres», afirma el vicario, que también recomienda «no esperar a la muerte de alguien para decirle que le querían» y lamenta: «Mientras en algunas ciudades levantamos monumentos a las mascotas desparramamos las cenizas de nuestros seres queridos». Ante el estupor de algunos de los asistentes afirma que de esa forma «no hay un lugar» en el que visitar y recordar a los fallecidos, que caen «en el olvido».

«¡Vamos reo! ¡Camina!», vitupera el verdugo, dando un tirón a la cuerda que echa por los suelos a Jesús. El público se sobresalta. Ramos padre asiente, contento. Ramos hijo se arrastra durante unos metros intentando volver a ponerse en pie. El director, que tras once años se sabe el texto de memoria, hace una disimulada seña para que las plañideras se acerquen a su hijo, que, sudado y cansado, recupera la voz para pedirles que no lloren por él, que lloren por ellas y sus hijos. En apenas unos metros se producen las otras dos caídas, que no por esperadas dejan de sorprender a los espectadores. Sobre todo la última, en la plaza de Lepanto, en la que el protagonista, ya sin fuerzas, pierde una espardenya.

Frente a centenares de espectadores le despojan de su túnica. El verdugo, que lleva los clavos en el cinto, se prepara para la crucifixión. Cuando de malas formas arrojan al protagonista sobre la cruz un «¡ay!» recorre la plaza. Los sobresaltos se suceden con cada uno de los seis golpes de martillo que lo anclan a la cruz. Sigue un silencio sólo roto por la voz rota del crucificado -«Señor, ¿por qué me has abandonado?»- y un último susto general cuando la cabeza de éste se desploma, muerto. María llora amargamente y besa los pies de su hijo justo antes de que lo descuelguen de la cruz mientras Toñi Ruiz, peluquera de profesión, canta una sobrecogedora saeta.

Los aplausos acompañan a los romanos mientras, ya sin casco, envuelven el cuerpo en una sábana. El público abandona la plaza. Algunos dan por concluida la mañana de calvario. Otros corren hacia el interior de la iglesia, donde los más rápidos se hacen con los bancos de las primeras filas desde los que podrán ver sin problema el humo y la resurrección.